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Opinión

«Respuesta ciudadana al tarifazo eléctrico» por el Coronel de Infantería Efrén Díaz Casal

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El pasado mes de julio publiqué en algunos medios digitales el artículo “Las tarifas de la luz nos dejan a oscuras”, que no ha alcanzado el objetivo pretendido de bajar las tarifas de la energía eléctrica ni logrado ablandar la gélida y displicente sensibilidad de los autores de tamaña arbitrariedad.

El resultado es que continúa aumentando la amplia contestación social por el inmoral y continuo incremento de las tarifas de la luz en un insuperable ejemplo de usura y codicia que representan un capitalismo caduco, tiránico e inhumano impuesto por intereses espurios obligando a buen número de familias españolas a desatender sus necesidades más elementales para hacer frente al recibo de la luz sin respetar sus derechos de usuario.

Los dirigentes de la Unión Europea, el gobierno español y los altos cargos de las empresas eléctricas, responsables del atropello en cuestión y cuyos cuantiosos sueldos resultan ofensivos en las circunstancias actuales que más que nunca demandan una racional, justa y equitativa distribución de la renta, se escudan en la normativa europea y en la española que la desarrolla para justificar los precios de la energía eléctrica ignorando la máxima de Montesquieu “no existe tiranía peor que la ejercida a la sombra de las leyes y con apariencias de justicia”.

Según la Real Academia Española de la Lengua, la energía eléctrica es un servicio público consistente en una actividad llevada a cabo por la Administración o, bajo un cierto control y regulación de ésta, por una organización, especializada o no, y destinada a satisfacer necesidades de la colectividad por cuanto su precio no puede estar sujeto a las fluctuaciones del mercado, constituyendo por tanto un derecho, no un negocio como algunos desaprensivos pretenden al amparo de espurias tolerancias que por razones semejantes incrementarían los precios de las inhumaciones por el aumento de fallecimientos causados por la pandemia.

La justicia, considerada por nuestra Carta Magna como uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico, considera los derechos de los demás como fundamento del orden político y de la paz social, lo que implica el veto del incremento de precios de la energía eléctrica en proporción notablemente superior al IPC, máxime si España ocupa un lugar destacado en el ranking de los países europeos con mayores tarifas eléctricas.

Son caricaturas de la realidad los imperativos constitucionales a los poderes públicos de “promover las condiciones favorables para el progreso social y económico, para una distribución más equitativa de la renta, garantizar la defensa de los consumidores y usuarios protegiendo sus legítimos intereses económicos sirviendo con objetividad los intereses generales, y que toda la riqueza nacional en sus distintas formas sea cual fuere su titularidad esté subordinada al interés general.

Asimismo, la normativa reguladora del Sector Eléctrico, establece que el suministro de energía eléctrica debe estar garantizado según las necesidades de los consumidores, al mínimo coste, constituyendo un servicio de interés económico general dejando a las Administraciones Públicas la regulación y control de las actividades destinadas al suministro de energía eléctrica, garantizando la existencia de una competencia efectiva en todos los mercados y sectores productivos en beneficio de los consumidores y usuarios, con independencia de cualquier interés empresarial o comercial, constituye una burda falacia y una grave distorsión de la realidad dado el continuo incremento de las tarifas eléctricas establecidas y el riesgo que implica para la supervivencia de numerosas empresas en el caso que nos ocupa y una agresión a la dignidad de consumidores y usuarios que no comulgan con ruedas de molino.

Resulta irrefutable que por motivos tan discutibles como discutidos y deleznables, una panda de impresentables se haya constituido en factor de desestabilización de nuestra convivencia, por lo que las organizaciones sociales deben promover cuantas acciones consideren legalmente oportunas con el fin de salvaguardar los intereses de los ciudadanos para evitar que se cumpla la sentencia del político español Gabriel Alomar “El pueblo que soporta una tiranía acaba por merecerla”.

Por cuanto antecede, la defensa de la economía de los usuarios de la energía eléctrica exige que las organizaciones sociales promuevan las acciones legales pertinentes para la inmediata bajada de las tarifas eléctricas, para lo que pueden contar con que la paciencia española, enemiga de amilanarse ante el uso arbitrario del poder, siempre ha mostrado un incuestionable poder de persuasión levantando su voz en defensa de la justicia, la racionalidad, la sensatez y el respeto a la dignidad humana.

 

Efrén Díaz Casal

Coronel de Infantería (R)

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Opinión

Profunda reflexión religiosa sobre la renuncia de Benedicto XVI y la Iglesia actual. Por el Sacerdote Jaime Mercant Simó

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Tal día como hoy, el 11 de febrero de 2013, festividad de Nuestra Señora de Lourdes, un potente rayo impactó en la cúpula de la Basílica de San Pedro del Vaticano.

Sin embargo, horas antes, cayó otro rayo todavía más enérgico a nivel espiritual, que dejó en estado de estupefacción a toda la cristiandad e incluso al mundo entero: el papa Benedicto XVI anunció su renuncia al sumo pontificado.

Dicha dimisión, efectiva día 28 de febrero, a las 20:00h, fue totalmente válida. Al respecto, las suspicaces especulaciones sobre la misma, además de poco rigurosas, nos abocarían al «delirium tremens» del sedevacantismo en el caso de que les diésemos un mínimo de crédito.

Dicho esto, siempre he reconocido que la mencionada renuncia ni me gustó ni la consideré un «acto de valentía», como muchos pública y mediáticamente sostuvieron, incluso aquellos hipócritas que, años antes, defendían y alababan todo lo contrario, a saber, el «acto de coraje y gran resistencia» de Juan Pablo II al no renunciar, pese a su enfermedad e insoportables dolores y al intenso debate público, existente entonces, acerca de dicha cuestión.

Sea como sea, aunque no me gustase su decisión, no quiero juzgar moralmente a Benedicto XVI, porque únicamente Dios sabe el grave y «misterioso» motivo por el cual la tomó. Ahora bien, el papa alemán abandonó la Sede Petrina en un momento, a mi modo de ver, muy inoportuno, esto es, cuando más falta nos hacía; éste es mi parecer y nadie puede obligarme a decir lo contrario.

Su pontificado me marcó muchísimo, tanto que no he dejado de echarle de menos, aunque no esté de acuerdo en todo lo que hizo como papa ni en todo lo que escribió como teólogo; en esa época había más libertad que ahora para realizar un «sano ejercicio» de disentimiento.

Por otra parte, es innegable que, desde entonces, las cosas han cambiado bastante en la Iglesia.

Tampoco voy a juzgar moralmente al papa Francisco ni le faltaré al respeto, habida cuenta de que ostenta el supremo ministerio del apostolado, pero, a la hora de hacer un balance honesto y serio de su pontificado, alejándome de toda suerte de «morbosa papolatría», me es inevitable concluir que esta última década no ha supuesto, propiamente hablando, una «primavera eclesial», como curiosamente les oí decir a unos sacerdotes nostálgicos de los años 70.

Vivimos, en este preciso «articulus temporum» de la historia, en un estado de decadencia tal que podríamos calificarlo de «época de hierro» -así lo siento yo-, lo cual choca frontalmente con la actitud de ingenuo optimismo que manifiesta la legión de sinodalistas radicales. De todos modos, nunca debemos perder la esperanza ni durante los «años de hierro» ni, mucho menos, en los años venideros de persecución; la Iglesia es de Dios y, como tal, es indefectible, pues depende teológica y metafísicamente de las «promesas de Cristo» relativas a su «perpetua asistencia». Dado que hoy es la festividad de Nuestra Señora de Lourdes, roguemos a la Santísima Virgen, «Mater Ecclesiae», para que interceda por la cristiandad, guardándola de todo peligro bajo su manto protector.

Confiemos en la Virgen María, pues, no lo olvidemos, ella es la «Omnipotente suplicante».

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