Opinión

Padre Custodio Ballester: «Los obsesos desenterradores de ayer se han convertido en los impíos enterradores de hoy»

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Por Custodio Ballester Bielsa.- (*)

¡Vaya por dónde!, los memoriosos desenterradores de muertos de hace casi un siglo, se han convertido en los más acabados enterradores de las víctimas de su incuria. Los que, alegando justamente la veneración de los muertos, se habían construido un glorioso programa de desenterramientos, ahora vienen y después de haber profanado la muerte en trágica soledad de miles y miles de españoles (y españolas, añadirán ellos), cuya vida tenían ya impíamente pisoteada, ahora vienen estos desenterradores y llegan a lo más profundo de su ignominia: y con soberbia impudicia profanan la muerte de los españoles (y españolas, dirán ellas) a los que debemos no sólo el ser, sino el cómo somos. Les debemos a ellos el haber salido de una guerra fratricida; les debemos la reconciliación nacional que abrió una nueva etapa política; les debemos la creación de un sistema sanitario y asistencial que les ha dejado cruelmente descartados a ellos; les debemos nuestra prosperidad económica. [SIGUE MÁS ABAJO]

Pues bien, precisamente a éstos, les hemos dejado tirados miserablemente en el momento más difícil de su vida: en el momento de su muerte. Y les hemos dejado solos -para evitar el contagio, claro- no sólo sin el acompañamiento de sus deudos en su último suspiro, sino incluso sin la asistencia espiritual que muchos de ellos hubieran deseado y sin el homenaje y reconocimiento post mortem que nos exige la civilización desde hace miles de años. Sin unos funerales dignos. [SIGUE MÁS ABAJO]

El hecho cierto es que el fenómeno de la veneración de los difuntos ahí está desde que la humanidad entra en el camino de lo que llamamos civilización. Y ciertísimo también que jamás se ha roto esa continuidad hasta el día de hoy, salvo episodios muy puntuales de salvajismo, que la historia ha condenado sin ambages. Por eso, a los que apreciamos el valor de vivir civilizadamente, nos estremece constatar la ligereza con que se están mercadeando ventajas político-sanitarias (o lo que es peor, ajustes de cuentas) a costa de algo tan sagrado como los difuntos. Y tan sagrado como el acompañamiento de la familia en la hora de la muerte.

Y hay una cuestión más, totalmente atada a la historia, y es el deber sagrado que tienen los hijos de enterrar a sus padres y garantizarles el reposo de la tumba. De los romanos nos viene esa vinculación de los hijos a sus padres difuntos, que se concretaba en el rito debido a los lares, es decir a los antepasados de la familia, a los que se les reconocía una vida en el más allá, por la que habían de mirar los familiares. Y esta responsabilidad se concretaba sobre todo en las honras fúnebres iniciales y en su continuidad anual. Y eso sólo tenía sentido en la medida en que se preservase el cadáver del difunto, asegurando su reposo y por supuesto su culto.

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Sobre esa cultura edificó la Iglesia su culto a los difuntos: un culto orientado sobre todo al sufragio por el alma del difunto y a la preservación de su cuerpo (aunque al fin, de él no quedasen más que los huesos) en espera de la resurrección. Ahora, sin embargo, la Iglesia ya no cifra su supervivencia material ni en los sufragios por los difuntos, que representaban antiguamente la clave de un seguro sostén, ni en los diversos beneficios que otorgaban los deudos y que garantizaban el digno sustento de los ministros del altar. Si así fuera, hubiésemos luchado con uñas y dientes por seguir celebrando la misa por los difuntos en los tanatorios, cementerios y en las mismas parroquias a pesar de todas las pandemias. El 0,7% del IRPF, nuestra sagrada crucecita, nos evita la engorrosa tarea de acompañar moribundos peligrosos e incomodar a nuestros conspicuos gobernantes, tan generosos ellos.

Es terrorífica la quiebra económica que se nos está echando encima con el coronavirus. Pero de verdad, eso es una bagatela frente a la absoluta quiebra moral en que estamos inmersos gracias a esas autoridades que, despreciando el bien y la verdad, han encanallado a amplios sectores de la población que esperan, como agua de mayo, los 480 euros de ingreso mínimo vital en el que sueña el “populoso” gobierno que lleva el timón de la nación en esta terrible tormenta; porque no le ven con ganas ni con valor de restaurar los millones de puestos de trabajo que se ha llevado por delante una gestión tan nefasta de la crisis. El gobierno social-comunista en vez de luchar por recuperar el trabajo, prefiere centrar su política en ese mínimo vital que tendrá amordazados a millones de votantes y les impedirá cualquier rebelión y hasta cualquier cambio de voto: ¡Vivan las cadenas!

Que nuestros padres o nuestras madres que han conseguido ir tirando de la vida con enormes sacrificios, se tengan que ver abandonados en casa o en la residencia porque el sistema sanitario que ellos crearon y nos dejaron en herencia, no tiene sitio para ellos, y queden por tanto condenados a muerte, es una ignominia tanto mayor cuanto que no se ha producido una contundente movilización contra esa barbaridad. Están condenando a muerte a nuestro padre y a nuestra madre en el sistema sanitario que ellos crearon, y seguimos hozando coronavirus blanqueado en todas las televisiones, como si eso fuese lo más natural del mundo. Tan blanqueado, que ni los contabilizan: por no estropear sus gloriosas estadísticas. Ni a la categoría de número llegan.

Realmente, si está pasando esto y no nos hemos sublevado, es porque nos hemos declarado en quiebra moral. Lo de los campos de exterminio también lo sabía la mayor parte de los alemanes (pocos eran los que veían los judíos en los campos de exterminio, pero sí que los veían todos desaparecer de su vecindario); es que eran tiempos de tremendo envilecimiento y les iba mejor no preguntar. Tampoco hoy están nuestras conciencias tan limpias como para preguntar demasiado qué está pasando con nuestros ancianos padres. Ni siquiera los curas lo hacemos ya. Mejor lo dejamos ahí, ¿no? Los aplausos de las ocho de la tarde, el “Resistiré” y los acordes del pasodoble Paquito Chocolatero secarán las lágrimas y taparán los ataúdes sin la cruz que requiere aún, para ese momento, la inmensa minoría de los españoles que todavía no han sido abducidos por la retórica oficial, tan antigua y tan nueva: El muerto al hoyo y el vivo… ¡al bollo!

*Sacerdote

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