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Las mujeres “emancipadas” nos están llevando de cabeza a una catástrofe sin remedio

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BD (R).- La emancipación de la mujer en Occidente no es la noble causa que siempre se nos ha querido hacer creer. Se trataba, bajo la engañosa apariencia de la “marcha imparable hacia el progreso”, de alcanzar unos objetivos mucho menos elevados y generosos.

La llamada emancipación femenina (concepto que implica una supuesta servidumbre de la mujer en la sociedad tradicional, cosa totalmente alejada de la verdad) permitió que la mitad de la población que se encontraba al margen del sistema impositivo pudiera ser objeto de medidas recaudatorias. A partir de esa “emancipación” la mujer paga impuestos en los mismos supuestos y condiciones que los hombres. Su anterior situación suponía un lucro cesante para las arcas de los Estados y para poderosos grupos económicos que juzgaban este “anacronismo” intolerable y perjudicial para sus intereses.

Este movimiento contó con muchos apoyos que, envueltos en la falsa bandera del progreso y la filantropía, escondían propósitos muy alejados de la promoción sincera de la condición femenina o la revalorización de su papel en la sociedad. A partir de esa “emancipación”, la mujer vota, trabaja, cotiza, paga impuestos, trabaja, consume: entra en el circuito de la explotación y la manipulación. No se libra de ninguna servidumbre real y se somete en cambio a un yugo verdadero.

La mujer fuera de casa, alejada del hogar, separada del universo que le es propio y para el que está perfectamente dotada, tiene un efecto desastroso sobre el pilar básico de la sociedad que es la familia.

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Las perturbaciones causadas al núcleo familiar han sido superiores a las pretendidas ventajas de esa mal llamada emancipación.

La “emancipación” de la mujer es así concebida como un instumento de primera eficacia para debilitar a la familia, erosionar el vínculo entre los miembros de esta y destruir toda relación basada en una jerarquía natural y necesaria a la estabilidad y desarrollo del conjunto.

No se trata de objetar la igualdad jurídica y legal antre el hombre y la mujer, menos aún de discutir de su equivalencia moral, cuestión que está fuera de todo debate. Tampoco de reducir a la mujer a un papel subalterno en un estatus de inferioridad y minoría de edad a perpetuidad y sin remedio. Se trata de poner en relieve los perversos resultados de una indiferenciación extrema de los sexos masculino y femenino, su antinatural equiparamiento en todo, y señalar las nefastas consecuencias de ese estado de cosas.

Puede parecer extraño escuchar esto, pero posiblemente pocas veces en la historia de los pueblos europeos, la mujer ha sido más maltratada, su condición menos valorada, su dignidad menos reconocida, su papel más devaluado que en la actualidad. Como consecuencia directa de esa falsa emancipación, la naturaleza sexual de la mujer se ha sobrevalorado de manera paroxística mientras se desacreditaba su condición de madre, de educadora y guardiana del hogar. La mujer “emancipada” se ha convertido en un desmentido absoluto de esa supesta liberación que ha hecho de ella un mero objeto sexual desprovisto de vida genuina. Se puede decir de manera más cruda, pero la violencia de otras expresiones no añadiría nada en sustancia a la verdad enunciada.

Al abrirle a la mujer las puertas del mundo y de la sociedad, esta desatiende sus funciones naturales: maternidad y hogar. ¿La dramática baja de la natalidad en Occidente no tendrá algo que ver con todo esto? Las familias, cada vez más escasas y más tardíamente formadas, tiene menos hijos, y los padres tienen cada vez menos tiempo para criarlos y educarlos. (Muchas parejas actuales tienen un hijo como si tuvieran un perrito, a veces incluso tienen el perro antes que el hijo.Y el coche, el televisor de plasma y las vacaciones a la Riviera Maya…). Los niños pasan de la tutela de los padres a la del Estado, a través del sistema escolar. Tomados por el Estado, este no los soltará hasta bien entrados en la adolescencia. Vale decir que no serán educados sino adoctrinados en la ideología del Estado, al que verán como la autoridad natural. Los padres se vuelven meros reproductores y dispensadores de alimentos, a la espera tal vez de que el concurso de un macho y de una hembra del género humano sea prescindibles y se pueda lograr gestaciones extrauterinas en incubadoras de criaderos estatales.

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Destruir la familia es minar los fundamentos de la sociedad, socavar los cimientos de toda comunidad organizada, cegar la fuente de toda vida. Aunque a algunos les resulte sorprendente esta afirmación, y la califiquen de idea reaccionaria y de pervivencia de una mentalidad pasada, estamos convenidos que esta equivocada emancipación ha jugado un papel de primera importancia en el catastrófico panorama que se ofrece a nuestro asombro y nuestra condena.

Este es el balance de esa “emancipación”, junto con otros factores no menos decisivos: baja natalidad, guerra de sexos, feminización, desvirilización, destrucción de la familia, descomposición de la sociedad, quiebra de la autoridad, discredito de toda jerarquia, odio a la excelencia, rechazo del mérito, xenofilia, invasión demográfica, etc…

No veo ningún conformismo en aceptar el rol que la naturaleza ha reservado a la mujer como procreadora, madre y educadora. Y no veo por ningún sitio que ese papel tan valioso (y tan denigrado al mismo tiempo por la ideología dominante actualmente) sea un impedimento a la realización de la mujer como persona. Si aceptaramos este curioso razonamiento (que una mujer sólo se puede realizar como persona al margen de su misión natural de madre, educadora y perpetuadora de la especie y la familia), llegaríamos a la conclusión inevitable de que no hay realización posible para la mujer más que fuera de su propia condición de mujer, de aquello que es exclusivamente el ámbito de la mujer: la procreación y la crianza de la prole, en definitiva el hogar, por muy reaccionario y antiguo que esto suene.

La libertad de la mujer, la emancipación de la mujer, su realización como persona, no pueden ser una mirífica conquista al precio de la negación de su propia condición, de la renuncia al rol insustituible de madre, educadora y guardiana del hogar.

¿Puede haber mayor realización para la mujer que tener hijos y criarlos? ¿Es esa función un destino inferior al que hay que preferir un trabajo, muchas veces mal retribuído, en un ambiente de competición y lucha, en contacto muchas veces con la cara menos amable de la sociedad, donde su natural sensibilidad y delicadeza se verá a menudo violentada?

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No pretendemos encerrar a la mujer entre cuatro paredes y negarles todo horizonte fuera de ese ámbito. Pero debemos admitir que la deserción masiva de la mujer occidental de sus deberes superiores, la rebelión generalizada contra el orden natural de las cosas nos están llevando de cabeza a una catátrofe sin remedio.

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