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Opinión

La arbitrariedad y la censura ‎han regresado a Occidente, por Thierry Meyssan

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Cuando fundamos la Red Voltaire, en 1994, nuestra primera preocupación era defender la libertad ‎de expresión, inicialmente en Francia y luego en el mundo en general. ‎

Pero hoy en día el concepto de libertad de expresión está siendo, a nuestro modo de ver, ‎deformado y cuestionado. Por eso trataremos de definir en qué consiste ese ideal.‎

La circulación de las ideas se desarrolló considerablemente con la invención de la tipografía ‎moderna, a finales del siglo XV. Ya no había que creer ciegamente las afirmaciones de las ‎autoridades y cada cual tenía la posibilidad de hacerse su propia opinión. ‎

La mayoría coincidió en afirmar entonces que, aunque el debate es indispensable para la evolución del ‎pensamiento humano, ciertas ideas serían perjudiciales para la sociedad y por ello deberían ser ‎censuradas. Se estimó que las autoridades deberían determinar qué era útil y lo que podía ser ‎perjudicial. Pero la promulgación del célebre Index librorum prohibitorum (Índice de libros ‎prohibidos) por parte del papa Pablo VI no pudo impedir la difusión de las ideas antipapistas. ‎

Nuestro punto de vista es que, en la mayoría de los casos, la censura es más perjudicial que ‎las ideas que prohíbe. Todas las sociedades que practican la censura acaban anquilosándose. Es ‎por eso que todas las autoridades basadas en la censura han acabado siendo derrocadas. ‎

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En ese sentido, existe un enfrentamiento entre dos grandes escuelas. El artículo 11 de la ‎‎Declaración de Derechos Humanos que se proclamó en Francia en 1789 estipula que la ley ‎deberá determinar y reprimir los casos de abuso en el uso de la libertad de expresión, mientras que ‎la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América ‎–adoptada en 1791–‎ plantea que ninguna ley ‎podrá limitar tal libertad. ‎

Estados Unidos era entonces una nación en formación que acababa de emanciparse de la ‎monarquía británica. Sin tener aún conciencia de las dificultades de la vida en sociedad, ya había ‎sufrido los abusos del poder de Londres. Su concepción de las libertades era, por ende, que estas ‎no debían reconocer límites. ‎

Fue necesario más de un siglo para que los legisladores franceses lograran determinar los límites ‎de la libertad de expresión, siendo estos la incitación a que se cometan crímenes o delitos, la ‎injuria y la difamación. En cuanto al régimen de censura, el control dejó de ejercerse antes de la ‎publicación y pasó a realizarse después de la publicacion. ‎

En los países de cultura latina se llama “difamación” al acto de atribuir hechos o actitudes ‎negativos sin tener pruebas de que sean reales, partiendo además del principio que ciertos hechos ‎no pueden ser probados –como hechos que han sido objeto de amnistías, crímenes prescritos o ‎ciertos elementos de la vida privada–, debido a lo cual no deben ser publicados. En los países ‎anglosajones, por el contrario, sólo se considera difamación aquella afirmación cuya falsedad ‎puede demostrarse. En la práctica, las leyes latinas exigen que el autor pruebe lo que afirma, ‎mientras que las leyes anglosajonas plantean –por el contrario– que es la persona difamada ‎quien debe demostrar que el autor no dice la verdad. ‎

En ambos casos, los tribunales sólo pueden proteger la libertad de expresión si sus miembros son ‎jurados populares –como en Bélgica– en vez de magistrados profesionales –como en Francia– ‎con tendencia a defender la clase social a la que pertenecen. Fue ese el gran combate de Georges Clemenceau ‎‎(primer ministro de Francia de 1906 a 1909), esfuerzo que sin embargo fue anulado durante la ‎Segunda Guerra Mundial, cuando los gobiernos retomaron el control de los procedimientos. ‎

La libertad de expresión, que necesitó 4 siglos para establecerse en Occidente, se ha visto ‎totalmente cuestionada con la aparición de las nuevas tecnologías informáticas de difusión que ‎amplían las posibilidades individuales de convertirse en autor de contenidos. Está sucediendo lo mismo que en ‎el siglo XVI: después de un corto periodo de florecimiento de la libertad de expresión, estamos ‎viviendo un regreso al control y la censura. ‎

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Antes, franceses y estadounidenses hablaban a la vez de la libertad de expresión y de la libertad ‎de prensa –o sea, de la posibilidad de ejercer la libertad de expresión en los periódicos. Ahora, la ‎libertad de prensa se menciona a menudo para negar la libertad de expresión de personas ‎corrientes a quienes se acusa de ser «complotistas», o sea de ser ‎simplemente individuos incultos, irresponsables y peligrosos para la sociedad. ‎

Generalmente, los partidarios de la censura previa no mencionan su propio deseo de controlar ‎las opiniones políticas de las masas sino que se sitúan en el terreno de la religión –argumentan ‎que es necesario proteger a la sociedad frente a la herejía– o de la moral –argumentan la ‎necesidad de proteger a la juventud de la corrupción mediante la pornografía. La aparición de las ‎llamadas «redes sociales» ofrece un nuevo contexto para recurrir de nuevo a viejos argumentos.‎

Dado el hecho que las religiones más establecidas están en pleno retroceso en el Occidente ‎contemporáneo, esas religiones están siendo reemplazadas por una religión nueva, que no tiene Dios pero ‎que reproduce los dogmas (el «consenso») y que también tiene sus “clérigos” (antes eran ‎los periodistas, hoy son los dueños ‎ de Twitter, Facebook, Instagram, YouTube, etc.).‎

Por ejemplo, en Francia se habla ahora de convocar un referéndum para agregar en la ‎Constitución la siguiente frase:
«La República garantiza (1) la preservación de la biodiversidad, (2) del medioambiente y (3) lucha ‎contra el cambio climático».‎

Pero se trata de 3 propuestas que carencen de sentido ya que la biodiversidad no es un periodo o ‎un ciclo sino un proceso; el medioambiente no ha sido nunca preservado sino que ha sido ‎siempre modificado; y el clima no se somete a ningún tipo de “reglamento” o “arreglo”. Por supuesto, ya se habla de censurar las observaciones que acabo de expresar aquí, que ‎no encajan en el “consenso” y que serían por ende perseguidas, primeramente en los llamados ‎medios sociales y seguidamente en la sociedad en general.‎ ‎

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Todos estamos seguramente preocupados por el incremento de la pornografía, a la que están ‎expuestos nuestros niños, y todos quisiéramos espontáneamente preservarlos de ese fenómeno. ‎Pero antes los niños de los campesinos estaban “expuestos” a ver el sexo entre los animales –‎no siempre tiernos ni morales. Hoy los escolares pequeños están convencidos de que los animales ‎copulan sólo para continuar la especie y ven en sus teléfonos celulares videos sobre eso –‎no siempre tiernos ni morales. Históricamente, la mayoría de los regímenes autoritarios ‎comenzaron censurando la pornografía… antes de arremeter contra las ideas políticas. Eso indica ‎que para todos lo menos peligroso es instaurar procedimientos de control parental en vez de abrir una ‎vía que conduce a la pérdida de nuestras libertades. ‎

Observaciones finales:
 en 1990, Occidente dio un gran paso atrás en materia de libertades con la ‎adopción de las leyes europeas que reprimen el «negacionismo».
 Otro gran retroceso tuvo lugar ‎en los años 2000 con la concesión de una serie de privilegios a las redes sociales.
 El tercer gran ‎retroceso en materia de libertades data de los años 2010 con la creación de agencias que atribuyen ‎calificaciones en materia de “confiabilidad” de la información. ‎

Sería comprensible la existencia de leyes que repriman los intentos de rehabilitar el régimen ‎racialista nazi. Pero no se entiende que se atribuya a las leyes el papel de “guardianes de la ‎Verdad”. Lo más grave es que esas leyes han restituido las penas de cárcel para los ‎contradictores. Eso implica que en la Europa actual es posible ser enviado a la cárcel por una ‎cuestión de ideas. ‎

Las transnacionales de internet –como Twitter, Facebook, Instagram o YouTube– obtuvieron de ‎Estados Unidos enormes privilegios destinados a facilitarles la conquista del mundo. ‎Son consideradas simultáneamente transportadores de información –como las clásicas oficinas ‎de correos– y reguladores de la información que vehiculan. Trate usted de imaginar qué habría ‎sucedido si las oficinas de correos clásicas hubiesen tenido la potestad de leer la correspondencia ‎y censurarla. ‎

Afirmando que sólo son transportadores neutrales, esas transnacionales de internet protegen el ‎anonimato de sus clientes. El resultado es que entre todos los mensajes que vehiculan hay ‎algunos que incitan a cometer delitos y crímenes, así como mensajes de carácter injurioso o ‎difamatorio, pero esas empresas cubren a sus autores. Sin embargo, en la prensa escrita, quien ‎publica un texto y se niega después a revelar la identidad de su autor es considerado responsable ‎de lo que imprimió, mientras que las transnacionales de internet –que dicen ser sólo ‎‎«transportadores de información»– se han erigido en «reguladores». Esas transnacionales ‎siguen negándose a revelar la identidad de los culpables pero cierran olímpicamente las cuentas ‎donde se expresan ideas que no les agradan, con lo cual se erigen en jueces, sin leyes, ‎sin debate o deliberación y también sin posibilidad de apelación. ‎

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El 28 de mayo de 2020, el presidente estadounidense Donald Trump retiró ese privilegio a las ‎transnacionales de internet y abrió el camino a una regulación a través de la justicia. Pero es ‎poco probable que el Congreso llegue a convertir en ley esa decisión del poder ejecutivo. ‎Sobre todo porque los jefes de esas transnacionales ya crearon –con la OTAN– agencias como ‎NewsGuard, que se encargan de endilgar “malas notas” a los sitios web que no pueden ‎controlar. El objetivo de esas agencias es relegar a quienes no piensan “como se debe” a las ‎profundidades de los motores de búsqueda hasta que desaparezcan. Hemos regresado a la ‎arbitrariedad y la censura. ‎

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Opinión

No vivimos en la Arcadia Feliz, sino en tiempos de excepción. Por Ernesto Milá.

Ernesto Milá

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Ya he contado más de una vez que el “pare Valls”, el único padre escolapio al que llegué a apreciar, nos contaba cuando éramos párvulos, la diferencia entre “pecado venial” y “pecado mortal”. Y ponía como ejemplo la bata que llevábamos: cuando esa bata se manchaba por aquí o por allí, se lavaba y quedaba renovada, pero si, por el contrario, la bata estaba desgarrada, con costurones y remiendos por todas partes, desgastada por el uso, con manchas que se iban acumulando, no había remedio posible. Se tiraba y se compraba otra nueva. Aquel ejemplo se me quedó en la cabeza. Yo tenía entonces cinco años. Era 1957 y fue una de las primeras lecciones que recibí en el colegio de los Escolapios de la calle Balmes. Es hora de aplicar el mismo ejemplo a nuestro tiempo.

Hay situaciones “normales” que exigen abordarlas de manera “normal”. Por ejemplo, cuando alguien es detenido por un hurto. En una situación “normal”, cuando se da ese pequeño delito -pero muy molesto para la víctima- es razonable que el detenido disponga de una defensa jurídica eficiente, que reciba un trato esmerado en su detención y un juicio justo. Pero hay dos situaciones en las que esta política de “paños calientes” deja de ser efectiva: en primer lugar, cuando ese mismo delincuente ha sido detenido más de 100 veces y todavía está esperando que le llegue la citación para el primer juicio. En segundo lugar, cuando no es un delincuente, sino miles y miles de delincuentes los que operan cada día en toda nuestra geografía nacional.

Otro ejemplo: parece razonable que un inmigrante que entra ilegalmente en España pueda explicar los motivos que le han traído por aquí, incluso que un juez estime que son razonables, después de oír la situación que se vive en su país y que logre demostrar que es un perseguido político o un refugiado. Y parece razonable que ese inmigrante disponga de asistencia jurídica, servicio de traductores jurados y de un espacio para vivir mientras se decide sobre su situación. Y eso vale cuando el número de inmigrantes ilegales es limitado, pero, desde luego, no es aplicable en una situación como la nuestra en la que se han acumulado en poco tiempo, otros 500.000 inmigrantes ilegales. No puede esperarse a que todos los trámites policiales, diplomáticos y judiciales, se apliquen a cada uno de estos 500.000 inmigrantes, salvo que se multiplique por 20 el aparato de justicia. Y es que, cuando una tubería muestra un goteo ocasional, no hay que preocuparse excesivamente, pero cuando esa misma tubería ha sufrido una rotura y el agua sale a borbotones, no hay más remedio que actuar excepcionalmente: llamar al fontanero, cerrar la llave de paso, avisar al seguro…

Podemos multiplicar los ejemplos: no es lo mismo cuando en los años 60, un legionario traía un “caramelo de grifa” empetado en el culo, que cuando las mafias de la droga se han hecho con el control de determinadas zonas del Sur. En el primer caso, una bronca del capitán de la compañía bastaba para cortar el “tráfico”, en el segundo, como no se movilice la armada o se de a las fuerzas de seguridad del Estado potestad para disparar a discreción sobre las narcolanchas desde el momento en el que no atienden a la orden “Alto”, el problema se enquistará. De hecho, ya está enquistado. Y el problema es que hay que valorar qué vale más: la vida de un narcotraficante o la vida de los que consumen la droga que él trae, los derechos de un capo mafioso o bien el derecho de un Estado a preservar la buena salud de la sociedad. Si se responde en ambos casos que lo importante es “el Estado de Derecho y su legislación”, incurriremos en un grave error de apreciación. Esas normas, se han establecido para situaciones normales. Y hoy, España -de hecho, toda Europa Occidental- está afrontando situaciones excepcionales.

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Vayamos a otro terreno: el que Ceuta y Melilla estén sufriendo desde hace 40 años un proceso de marroquinización creciente, puede ser fruto de la proximidad de ambas ciudades a Marruecos y al deseo de los sucesivos gobiernos de España de no empeorar las relaciones con el único enemigo geopolítico que tiene nuestro país, el “enemigo del Sur”. Pero, cuando se sabe que el narcotráfico en Marruecos está regulado por el majzén y por personas próximas al entorno de la familia real marroquí, uno empieza a pensar que la situación no es “normal”. Esa sensación aumenta cuando se percibe con una claridad meridiana que el Ministerio del Interior español no despliega fuerzas suficientes para cortar de raíz el narcotráfico con Marruecos y que, incluso, boicotea a los policías y a las unidades más eficientes en su tarea. Ítem más: lo normal hubiera sido, por ejemplo, que España mantuviera su política exterior en relación al Sáhara inconmovible (las políticas exteriores fiables son las que no cambian, nadie confía en un país con una política exterior oscilante y variable). Pero Pedro Sánchez la cambió en el peor momento: sabiendo que perjudicaba a Argelia, nuestro principal proveedor de gas natural. Y, además, en un momento en el que el conflicto ucraniano suponía una merma en la llegada de gas natural ruso. Pero lo hizo. Luego ha ido entregando créditos sin retorno, cantidades de material de seguridad, ha permanecido mudo ante las constantes reivindicaciones de “marroquinidad” de Ceuta, Melilla y Canarias. Y esto mientras el ministerio del interior se negaba a reconocer que la comunidad marroquí encarcelada en prisiones españolas es más que significativa o que el número de delincuentes magrebíes es en gran medida responsable del repunte solo en 2023 de un 6% en la delincuencia. O que Marruecos es el principal coladero de inmigración africana a España. O el gran exportador de droga a nuestro país: y no solo de “cigarrillos de la risa”, sino de cocaína llegada de Iberoamérica y a la que se han cerrado los puertos gallegos. Sin contar los viajes de la Sánchez y Begoña a Marruecos… Y, a partir de todo esto, podemos inferir que hay “algo anormal” en las relaciones del pedrosanchismo con Marruecos. Demasiadas cuestiones inexplicables que permiten pensar que se vive una situación en la que “alguien” oculta algo y no tiene más remedio que actuar así, no porque sea un aficionado a traicionar a su propio país, sino porque en Marruecos alguien podría hundir a la pareja presidencial sin remisión. Sí, estamos hablando de chantaje a falta de otra explicación.

¿Seguimos? Se puede admitir que los servicios sanitarios españoles apliquen la “sanidad universal” y que cualquiera que sufra alguna enfermedad en nuestro país, sea atendido gratuitamente. Aunque, de hecho, en todos los países que he visitado de fuera de la Unión Europea, este “derecho” no era tal: si tenía algún problema, me lo tenía que pagar yo, y en muchos, se me ha exigido entrar con un seguro de salud obligatorio. Pero, cuando llegan millones de turistas o cuando España se ha convertido en una especie de reclamo para todo africano que sufre cualquier dolencia, es evidente que la generosidad puede ser considerada como coadyuvante del “efecto llamada” y que, miles y miles de personas querrán aprovecharse de ello. Todo esto en un momento en el que para hacer un simple análisis de sangre en la Cataluña autonómica hay que esperar dos meses y para hacer una ecografía se tardan nueve meses, sin olvidar que hay operaciones que se realizan con una demora de entre siete meses y un año. Una vez más, lo que es razonable en períodos “normales”, es un suicidio en épocas “anómalas”.

Hubo un tiempo “normal” en el que el gobierno español construía viviendas públicas. Ese tiempo hace mucho -décadas- que quedó atrás. Hoy, ni ayuntamientos, ni autonomías, ni por supuesto el Estado están interesados en crear vivienda: han trasvasado su responsabilidad a los particulares. “¿Tiene usted una segunda residencia?” Pues ahí puede ir un okupa. En Mataró -meca de la inmigración en el Maresme- hay en torno a medio millar de viviendas okupadas. Así resuelve el pedrosanchismo el “problema de la vivienda”… Esta semana se me revolvieron las tripas cuando un okupa que había robado la vivienda de una abuela de ochenta y tantos años, decía con chulería a los medios que “conocía la ley de los okupas”. Eso es hoy “normal”, lo verdaderamente anormal es que los vecinos y el enjambre de periodistas que acudió a cubrir el “evento”, no hubieran expulsado al par de okupas manu militari y restituido la vivienda a la que había sido vecina de toda la vida.

Un penúltimo ejemplo: si un régimen autonómico podía ser razonable en 1977 para Cataluña o el País Vasco, lo que ya no fue tan razonable fue lo que vino después de la mano de UCD: “el Estado de las Autonomías”, una verdadera sangría económica que se podría haber evitado.
Hubo un tiempo en el que se reconocían más derechos (“fueros”) a las provincias que habían demostrado más lealtad; hoy, en cambio, son las regiones que repiten más veces en menos tiempo la palabra “independencia”, las que se ven más favorecidas por el régimen autonómico. También aquí ocurre algo anómalo.

Y ahora el último: si se mira el estado de nuestra sociedad, de la economía de nuestro país, del vuelco étnico y antropológico que se está produciendo con una merma absoluta de nuestra identidad, si se atienden a las estadísticas que revelan el fracaso inapelable de nuestro sistema de enseñanza, el aumento no del número de delitos, sino especialmente del número de delitos más violentos, a la pérdida continua de poder adquisitivo de los salarios, al salvajismo de la presión fiscal y a la primitivización de la vida social, a la estupidez elevada a la enésima potencia vertida por los “gestores culturales”, a la corrupción política que desde mediados de los años 80 se ha convertido en sistémica, unida al empobrecimiento visible del debate político y de la calidad humana, moral y técnicas de quienes se dedican hoy a la política o a las negras perspectivas que se abren para la sociedad española en los próximos años, y así sucesivamente… lo más “anómalo” de todo esto que la sociedad española no reaccione y que individuos como Pedro Sánchez sigan figurando al frente del país y de unas instituciones que cada vez funcionan peor o, simplemente, han dejado de funcionar hace años.

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Vale la pena que la sociedad española empiece a meditar con el hecho de que, si aspira a salir de su estado de crisis, no va a poder hacerlo por la “vía normal”. El cáncer está tan extendido que, hoy incluso podría dudarse de la eficacia del “cirujano de hierro” del que se hablaba hace algo más de 100 años. Lo único cierto hoy, es que, para salir de situaciones excepcionales, hacen falta, hombres excepcionales dispuestos a asumir medidas de excepción y a utilizar, de manera implacable, procedimientos de excepción que no serían razonables en situaciones “normales”, pero que son el único remedio cuando las cosas han ido demasiado lejos.

Esta reflexión es todavía más pertinente en el momento en que se ha rechazado la petición de extradición formulada por el gobierno de El Salvador, de un dirigente “mara” detenido en España. La extradición se ha negado con el argumento de que en el país dirigido por Bukele “no se respetan los derechos humanos”. Bukele entendió lo que hay que hacer para superar una situación excepcional: en dos años El Salvador pasó de ser el país más inseguro del mundo a ser un remanso de paz, orden y prosperidad. Porque, en una situación “normal”, los derechos de los ciudadanos, están por delante -muy por delante- de los derechos de los delincuentes. Priorizar los derechos de estos por encima de los de las víctimas, es precisamente, uno de los signos de anormalidad.

Se precisa una revolución. Nada más y nada menos. ¿Para qué? Para restablecer estándares de normalidad (esto es, todo lo que fortalece, educa y constituye el cemento de una sociedad), excluyendo todos los tópicos que nos han conducido a situaciones anómalas y que han demostrado suficientemente su inviabilidad. “Revolución o muerte”… sí, o la sociedad y el Estado cambian radicalmente, o se enfrentan a su fin. Tal es la disyuntiva.

 

Ernesto Milá. 

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