Historia

El Himalaya de robos de la Segunda República (1): El oro de Moscú

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El yate Vita
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Por Laureano Benítez Grande-Caballero.- República, República de los Himalayas, coronada por una sucesión escalofriante de «ochomiles» donde la humanidad escaló las más altas cimas del terror y el latrocinio, del totalitarismo y el luciferismo… Altas cumbres donde la maldad y el horror incubaron sus nidos de serpientes, sus íncubos cavernarios, sus abominables milicianos de las nieves rusas, desde las cuales bajaban torrenteras de sangre inocente, y hacia las cuales subían caravanas de tesoros guiadas por implacables sherpas rojos, tesoros donde ocultaban sus botines decomisados, repletos de joyas arrebatadas de las manos recién casadas, de las gargantas de las parroquianas; donde brillaba el esplendor de las perlas de los mantos de Vírgenes irredentas, donde refulgía el esplendor en quilates de preciosos metales arrancados a las cajas de los bancos, a los cálices butroneados; donde un Himalaya de cuadros eran embalados con nocturnidad en trenes y barcos rumbo al otro lado del mar, al otro lado del mundo.

Himalaya de mentiras, de genocidios satánicos, pero también de expolios innumerables que hicieron de la República el paradigma de la corrupción.

Corrupción, robos, saqueos, requisas, incautaciones alevosas que esquilmaron al pueblo español… Por eso, es auténticamente escandaloso que ahora este Frente Popular redivivo que accedió al poder mediante un alevoso golpe de Estado en forma de moción de censura venga con su memoria histórica, que no solo consiste en desenterrar cadáveres y cambiar el nombre de las calles, ya que —corruptos y codiciosos como son y siempre han sido los milicianos— también pretenden que se indemnice con miles de millones a los masones de aquellos tiempos, a los guerrilleros del maquis —¡afirmando que el tiempo que consumieron en su conspiración violenta se les compute a efectos de la Seguridad Social!—; a lo sindicatos bolchevizados que organizaron las asonadas revolucionarias del 33, el 34 y el 36, responsables de paseíllos y chekas; a los «democráticos» antifranquistas de la ETA, el FRAP y el GRAPO…

Bondad graciosa, que ahora tengamos que subvencionar con millones a los asesinos, a los torturadores, a los quemaconventos y matacuras, a los terroristas y separatas que en España han sido. Incluso hablan de ejecutar una segunda desamortización a la Iglesia a cuenta de los bienes inmatriculados, ellos, que arrasaron con una parte importante de nuestro patrimonio religioso, que destruyeron casi 20.000 edificios pertenecientes a la Iglesia, que robaron a porfía bienes eclesiásticos, en un brutal holocausto de asesinatos y expolios.

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Ya desde el mismo comienzo de la guerra, los gerifaltes del Frente Popular organizaron una campaña sistemática de saqueos y rapiñas, que buscaba despojar de sus bienes a instituciones y particulares, con la excusa de protegerlos de la amenaza de los milicianos y los nacionales, y con el pretexto de que era necesario emplear esos recursos para costear los gastos de defensa de la República ante el avance sublevado. Otra mentira más, ya que, desde un primer momento, su objetivo era sacar riquezas fuera de España con el fin de asegurarse un futuro esplendoroso, a costa de los bienes incautados a una población asediada por la miseria.

Esta feroz campaña de expropiaciones forzosas tuvo dos episodios paradigmáticos, los cuales, como es preceptivo, pretende olvidar o justificar la memoria histórica: el «Oro de Moscú», y la mafiosa operación del yate «Vita».

«El Oro de Moscú» consistió en una operación de vaciado de las arcas públicas mediante la cual se trasladaron a la Unión Soviética 510 toneladas de oro en monedas, correspondientes al 72,6% de las reservas de oro del Banco de España, a iniciativa de Juan Negrín, que por entonces era ministro de Hacienda en el Gobierno de Largo Caballero.
Los detalles de la operación «Oro de Moscú» nos son bien conocidos debido a que en 1956 Rómulo Negrín —siguiendo una voluntad de su padre— entregó al Gobierno de Franco los documentos del «dossier Negrín», que fueron depositados en el Archivo Histórico del Banco de España, entre cuyos papeles se encontraban registros y contabilidades de la entrega del oro a Rusia.

Esta operación se llevó a cabo mediante un decreto reservado del 13 de septiembre de 1936, cuando todavía no se había cumplido un mes el desde el Alzamiento Nacional. El decreto se limitaba a ordenar el traslado a un lugar seguro, pero nada se decía en él de trasladarlo a la URSS. También afirmaba que habría una rendición de cuentas ante las Cortes, la cual nunca llegó a producirse.

Aunque Azaña firmó el decreto, no tenía ni idea del futuro destino del tesoro, el cual fue extraído de las cámaras acorazadas del Banco de España en la madrugada del 14 de septiembre con un secretismo absoluto, ya que, según justificaba Largo Caballero, el Presidente no fue informado hasta mucho después debido a su «estado emocional» y el «carácter reservado de la operación»: «¿De esta decisión convenía dar cuenta a muchas personas? No. Una indiscreción sería la piedra de escándalo internacional […] Se decidió que no lo supiera ni el Presidente de la República, el cual se hallaba entonces en un estado espiritual verdaderamente lamentable. Por consiguiente, sólo lo sabía el Presidente del Consejo de Ministros [el propio Largo], el Ministro de Hacienda [Negrín] y el de Marina y Aire [Indalecio Prieto]».

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Además de secreta, aquella operación era completamente ilegal, pues violaba La Ley de Ordenación Bancaria (LOB) del 29 de diciembre de 1921 (o Ley Cambó), según la cual la movilización de las reservas debía contar con la autorización del Consejo de Ministros, estipulando que el Gobierno sólo podía acudir a la entidad bancaria y solicitar la venta de oro exclusivamente para influir en el tipo de cambio de la peseta y «ejercer una acción interventora en el cambio internacional y en la regularidad del mercado monetario». El incumplimiento de la ley supuso en la práctica una nacionalización parcial encubierta del banco de España, que por entonces era una Sociedad anónima regulada por acciones.

La magnitud de este expolio fue considerable, ya que la reservas de oro del Banco de España, según las estadísticas internacionales, ocupaban el cuarto lugar en el mundo, con un valor de reservas movilizables tasado en 718 millones de dólares solamente para la sede de Madrid. Un balance del mismo Banco de España fechado el 30 de junio de 1936 tasaba el valor de las reservas en 2.202 millones de pesetas-oro, equivalente a 5.240 millones de pesetas efectivas, cantidad que, al cambio actual, equivalía a unos 15.300 millones de euros, solamente por su contenido metálico, ya que su valor numismático estaría en torno a los 20.000 millones de euros, según afirma el investigador Martín Almagro Gorbea.

El oro fue trasladado a la base naval de Cartagena, prácticamente inexpugnable, con el objetivo de poder embarcarlo desde allí en caso de asedio por las tropas franquistas. Aunque por aquellas fechas el ejército nacional estaba empantanado en Madrid, muy lejos de aquel puerto, Negrín tomó la decisión de enviar el oro a Moscú, lo cual se realizó por cuatro cargueros soviéticos en la noche del 25 de octubre de 1936, los cuales pusieron rumbo al puerto de Odessa.

Orlov, el comisario soviético, había reseñado 7.900 cajas para el embarque, mientras que Méndez Aspe –Director General del tesoro— solamente había registrado 7.800, lo cual quiere decir que «desaparecieron» 100 cajas de oro, siendo lo más probable que quedasen a disposición de los líderes del Frente Popular para su uso. Esas 7.800 cajas, si se colocasen una al lado de otra, cubrirían por completo la «Plaza Roja» de Moscú.

En la tasación de las monedas de oro, los soviéticos no tuvieron en cuenta su valor numismático, el cual era muy superior al del oro que contenían, por lo cual la República obtuvo una cuantía que podía calificarse de estafa. ¿Qué hicieron con las monedas raras y antiguas? Lo más probable es que las apartaran para venderlas poco a poco en los mercados internacionales.

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Este gigantesco expolio —el mayor de la historia— plantea numerosos interrogantes, que el Himalaya de mentiras con el que la historiografía «oficiosa» ha intentado justificarlo no ha logrado obviar: ¿Quién ordenó el envío del oro a Moscú? ¿Por qué se eligió ese destino? ¿Cuál fue el destino real de ese enorme tesoro?

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