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Opinión

El «Gran Reinicio» es el camino al socialismo del que nos advirtió Mises.

Redacción

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Las consecuencias económicas de estas acciones, pretenden eliminar la competencia fiscal entre los estados, armonizar los mandatos médicos, controlar los precios de determinadas industrias y desbancar a quienes se resistan.

Por la fuerza de su producción intelectual, Ludwig von Mises se convirtió en uno de los intelectuales más importantes del siglo XX. Su obra Acción humana sigue siendo un texto fundacional de la escuela austriaca. Su crítica sobre la impracticabilidad del socialismo fue reivindicada con la caída de la Unión Soviética y hoy sigue sin un desafío intelectual serio.

Igual de importante, pero a menudo ignorado, es su trabajo sobre el sistema económico que sigue infectando el mundo actual: el intervencionismo.

En 1950, durante uno de sus discursos más importantes, Mises identificó la ideología más peligrosa de la escena mundial:

Rechazan el socialismo tanto como el capitalismo. Recomiendan un tercer sistema, que, como dicen, está tan lejos del capitalismo como del socialismo, que como tercer sistema de organización económica de la sociedad, se sitúa a medio camino entre los otros dos sistemas, y aunque conserva las ventajas de ambos, evita las desventajas inherentes a cada uno. Este tercer sistema se conoce como el sistema del intervencionismo. En la terminología de la política norteamericana, se le suele denominar política intermedia.

Esta ideología triunfó donde el comunismo fracasó, derrocando con éxito a gobiernos de todo el mundo que nunca respetaron verdaderamente los derechos de propiedad.

Sin embargo, como comprendió Mises, esta «revolución gerencial» no podía durar como forma de gobierno sostenible. El intervencionismo puede ser políticamente conveniente, pero en última instancia se basa en inconsistencias volátiles. Debe ser rechazado por completo, o conducirá inevitablemente a que más y más poder se traslade al Estado.

Esto es precisamente lo que hemos visto.

El siglo XX fue testigo de cómo los gobiernos hostiles al comunismo en el exterior aceptaban cada vez más el creciente estatismo en el interior. El Estado regulador creció. El Estado del bienestar creció. El estado de guerra creció. El gasto interior y doméstico fue tan grande que obligó al gobierno americano a romper el vínculo del dólar con el oro, dando a la tecnocracia americana nuevas formas de extraer la riqueza del pueblo y premiar a las instituciones leales.

Los únicos controles que le quedan al Estado provienen de lo que el público aguanta y de la competencia entre gobiernos que buscan atraer capital financiero y humano.

En 2021, los aspirantes a planificadores centrales de los gobiernos nacionales y de las instituciones globalistas han identificado la oportunidad de trascender estos límites restantes. Con el pretexto de la «salud pública», las orgullosas «democracias liberales» han encarcelado a sus propios ciudadanos sin el debido proceso. Han cerrado economías y destruido innumerables pequeñas empresas. Han impuesto procedimientos médicos. Con la ayuda de empresas reguladas, han silenciado a los disidentes políticos.

En respuesta a las consecuencias económicas de estas acciones, pretenden eliminar la competencia fiscal entre los estados, armonizar los mandatos médicos, controlar los precios de determinadas industrias y desbancar a quienes se resistan.

Con este nuevo libro de jugadas y ambiciones globales, instituciones como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial pretenden utilizar herramientas similares en el futuro, en nombre de cualquier crisis que consideren digna.

El cambio climático. Superpoblación. Extremismo doméstico. La desinformación. La causa del día puede cambiar, pero el libro de jugadas permanece.

No seremos dueños de nada, no tendremos privacidad, haremos lo que nos digan, y nos gustará… o no.

Como comprendió Mises, no tiene por qué ser así. «Este resultado no es inevitable. La tendencia puede invertirse, como ocurrió con muchas otras tendencias en la historia».

¿Cómo? Con personas como tú, que se armen con las herramientas intelectuales necesarias para identificar y responder a este autoritarismo progresivo. Los retos a los que nos enfrentamos no se resolverán con pegatinas superficiales y la fachada de unas elecciones democráticas, sino inspirando a nuevas generaciones de individuos valientes preparados para resistir.

Esta es la misión del Instituto Mises, informar y educar a los individuos de todo el mundo en las ideas necesarias para rechazar los pecados intelectuales del siglo XX y los horrores autoritarios de nuestro actual orden neoliberal, y restaurar una civilización basada en el respeto a la libertad individual, los derechos de propiedad y la coexistencia pacífica.

En palabras de Ludwig von Mises,

Lo elija o no, todo hombre se ve arrastrado a la gran lucha histórica, a la batalla decisiva en la que nos ha metido nuestra época.

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Opinión

Profunda reflexión religiosa sobre la renuncia de Benedicto XVI y la Iglesia actual. Por el Sacerdote Jaime Mercant Simó

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Tal día como hoy, el 11 de febrero de 2013, festividad de Nuestra Señora de Lourdes, un potente rayo impactó en la cúpula de la Basílica de San Pedro del Vaticano.

Sin embargo, horas antes, cayó otro rayo todavía más enérgico a nivel espiritual, que dejó en estado de estupefacción a toda la cristiandad e incluso al mundo entero: el papa Benedicto XVI anunció su renuncia al sumo pontificado.

Dicha dimisión, efectiva día 28 de febrero, a las 20:00h, fue totalmente válida. Al respecto, las suspicaces especulaciones sobre la misma, además de poco rigurosas, nos abocarían al «delirium tremens» del sedevacantismo en el caso de que les diésemos un mínimo de crédito.

Dicho esto, siempre he reconocido que la mencionada renuncia ni me gustó ni la consideré un «acto de valentía», como muchos pública y mediáticamente sostuvieron, incluso aquellos hipócritas que, años antes, defendían y alababan todo lo contrario, a saber, el «acto de coraje y gran resistencia» de Juan Pablo II al no renunciar, pese a su enfermedad e insoportables dolores y al intenso debate público, existente entonces, acerca de dicha cuestión.

Sea como sea, aunque no me gustase su decisión, no quiero juzgar moralmente a Benedicto XVI, porque únicamente Dios sabe el grave y «misterioso» motivo por el cual la tomó. Ahora bien, el papa alemán abandonó la Sede Petrina en un momento, a mi modo de ver, muy inoportuno, esto es, cuando más falta nos hacía; éste es mi parecer y nadie puede obligarme a decir lo contrario.

Su pontificado me marcó muchísimo, tanto que no he dejado de echarle de menos, aunque no esté de acuerdo en todo lo que hizo como papa ni en todo lo que escribió como teólogo; en esa época había más libertad que ahora para realizar un «sano ejercicio» de disentimiento.

Por otra parte, es innegable que, desde entonces, las cosas han cambiado bastante en la Iglesia.

Tampoco voy a juzgar moralmente al papa Francisco ni le faltaré al respeto, habida cuenta de que ostenta el supremo ministerio del apostolado, pero, a la hora de hacer un balance honesto y serio de su pontificado, alejándome de toda suerte de «morbosa papolatría», me es inevitable concluir que esta última década no ha supuesto, propiamente hablando, una «primavera eclesial», como curiosamente les oí decir a unos sacerdotes nostálgicos de los años 70.

Vivimos, en este preciso «articulus temporum» de la historia, en un estado de decadencia tal que podríamos calificarlo de «época de hierro» -así lo siento yo-, lo cual choca frontalmente con la actitud de ingenuo optimismo que manifiesta la legión de sinodalistas radicales. De todos modos, nunca debemos perder la esperanza ni durante los «años de hierro» ni, mucho menos, en los años venideros de persecución; la Iglesia es de Dios y, como tal, es indefectible, pues depende teológica y metafísicamente de las «promesas de Cristo» relativas a su «perpetua asistencia». Dado que hoy es la festividad de Nuestra Señora de Lourdes, roguemos a la Santísima Virgen, «Mater Ecclesiae», para que interceda por la cristiandad, guardándola de todo peligro bajo su manto protector.

Confiemos en la Virgen María, pues, no lo olvidemos, ella es la «Omnipotente suplicante».

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